Un ajiaco sin pescado

La religiosidad del pueblo cubano, que permaneció oculta y marginada durante más de treinta años, se afirma y parece más vigorosa que nunca.

Por Ernestina Rosell La religiosidad del pueblo cubano, que permaneció oculta y marginada durante más de treinta años, se afirma y parece más vigorosa que nunca. Cuba es como el ajiaco, ese exquisito manjar criollo en el que se funden los sabores de distintos ingredientes y carnes. Con predominio de lo español y lo africano, con pinceladas de chino, árabe, francés y otros granitos de tierras lejanas, se integra, en rica mezcla, la nacionalidad de esta isla caribeña. Variopinta es su gente, heterogénea su cultura y, no menos entrelazadas, sus religiones. Es una tierra donde conviven católicos, protestantes, santeros, abacuás, paleros... creyentes por convicción o "por si acaso". Aquí, cristianos "a su manera" acuden a la consulta de los babalaos, en obediencia al viejo consejo popular que, ante situaciones personales críticas, sugiere "ir a Guanabacoa", suburbio habanero donde proliferan esos sacerdotes de la religión afrocubana. A la vez, durante las misas y procesiones, entre los devotos católicos, se distinguen los atuendos blancos y los collares multicolores de los santeros, palpable reflejo de un sincretismo religioso que data del tiempo de la colonia. Por eso, a nadie le sorprende que asome un indiscreto azabache contra "el mal de ojo" entre la ropa blanca del recién nacido, mientras recibe en su cabecita el agua bautismal que lo cristianiza. Y aún quienes dicen no creer "ni en su sombra", buscan cualquier asidero cuando la vida les impone malas rachas: desde herraduras para la buena suerte hasta plantas "lengua de vaca" contra las maledicencias. Y cuando en ninguna superstición logran el alivio o el fin de sus pesares, se les oye invocar el Poder Divino. Son quienes, al decir popular, "sólo se acuerdan de Dios cuando truena". Pueblo creyente es el cubano. Siempre lo ha sido, aun después de aquel mes de abril de 1961, cuando poco más de dos años del triunfo insurreccional, la Revolución se convirtió al socialismo, y su máximo mandatario se hizo marxista-leninista. Fue como echarle pescado al ajiaco: los sabores de los demás ingredientes no se perciben, aunque estén ahí, en la mezcla. Junto a las inevitables contradicciones originadas por la coexistencia del estado totalitario y las religiones, surgió una tremenda disyuntiva para los fieles: elegir entre el proyecto terrenal o la religión, entre dejarse arrastrar por la corriente de los tiempos o sufrir el estigma en la nueva sociedad que se gestaba. Así, renegar fue el camino de muchos. Pero los más, aunque alejados de su religión, mantuvieron la fe en secreto. Los menos, nunca abandonaron la práctica religiosa, activa y abierta. Entre estos últimos, no pocos declaran haber sido marginados por ese motivo durante décadas y haber sufrido incluso encarcelamiento. Es posible que, después de tantos años de intransigencia, nadie esperara ya la componenda que se produjo cuando a principios de los años noventa el Partido Comunista aprobó el ingreso de los creyentes a sus filas, aunque bajo ciertas condiciones. La decisión no fue bien acogida ni por los comunistas, ni por los religiosos. No la comprendieron aquellos que renegaron de su fe, convencidos de que "la religión es el opio de los pueblos", ni tampoco los que ocultaron sus creencias, alejándose de la práctica religiosa pública. Pero mucho menos aún, quienes por su firme religiosidad experimentaron el martirio durante años. La nueva política religiosa sigue pareciendo un gesto contradictorio, incoherente, hipócrita, oportunista. El "paripé" (maniobra engañosa) se produjo al cabo de treinta años, cuando los días de gloria habían quedado atrás y la frustración del proyecto era ya un hecho insoslayable al que el derrumbe del campo socialista dio el tiro de gracia. Así, la gente asocia la instauración de la nueva política religiosa con un chiste muy propio del irreverente humor cubano: la Crucifixión nunca hubiese ocurrido en el socialismo cubano... pero sólo por falta de clavos y de madera. Desde entonces, la fe religiosa ha retornado a la luz con fuerza sin igual. Muchos opinan que el pueblo se refugia en la fe debido a los tiempos duros que se viven en la Cuba de hoy. Otros, lo atribuyen a una maniobra oficial. Aunque resulta difícil dar una respuesta, la fe – como una semilla enquistada por mucho tiempo- al fin germina. El ajiaco, sin pescado, recobra poco a poco su sabor original, su gracia, su cubanía.
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Updated on 20.01.2016