Los derechos humanos naufragan en la ONU
Peor que una mascarada, un naufragio. Tal es el lamentable espectáculo dado por la 60ª sesión anual de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, celebrada del 15 de marzo al 23 de abril en Ginebra. Reporteros sin Fronteras hace sonar, una vez más, el timbre de alarma sobre el funcionamiento de una Comisión que es, más que nunca, rehén de algunos Estados, que se burlan diariamente de los derechos humanos.
La Comisión, rehén más que nunca de un grupo de Estados para los que el respeto a los derechos humanos parece ser la última de sus preocupaciones, se dedicó a sus jueguecitos tradicionales y sus acostumbrados mercadeos políticos con toda tranquilidad, como si se tratara de nada. Como si no se hubieran producido 22 muertos en el atentado contra la sede de la ONU, el 19 de agosto, en Bagdad. Como si el Alto Comisionado no hubiera pagado con su vida una cierta lealtad a sus principios. Claro que los trabajos de la Comisión se iniciaron con un homenaje, tan apoyado como convenido, a Sergio Vieira de Mello y su equipo, víctimas del terrorismo. Pero una vez resueltas estas formalidades, enseguida se impuso la rutina.
Ni siquiera la jornada del 7 de abril, dedicada a conmemorar el genocidio de 1994 en Ruanda, consiguió realmente remover las conciencias. Es cierto que, en aquel momento, la ONU se demostró incapaz de encauzar lo peor, y que el régimen hutu de Kigali se había preocupado de que le eligieran simultáneamente para la Comisión de Derechos Humanos y el Consejo de Seguridad, para poder así preparar con toda tranquilidad sus siniestros designios. Sin embargo, en un informe fechado en marzo de 1994, el Relator especial para las ejecuciones extrajudiciales describió la situación de Ruanda como explosiva, y preconizó medidas inmediatas, para restaurar la paz y frenar a los instigadores de las masacres. La Comisión tomó nota de sus declaraciones, pero no reaccionó. Un mes después, comenzaban las masacres en Ruanda. Kofi Annan, reconociendo un poco tarde "el fracaso colectivo" de la comunidad internacional en el drama ruandés, aprovechó la ocasión de este décimo aniversario para lanzar ante la Comisión "un plan de acción de prevención del genocidio" llamando la atención, de paso, sobre las nuevas amenazas aparecidas en la provincia de Ituri en la República Democrática del Congo, y en la región de Darfour en Sudán. Como de costumbre, la renovación de la mitad de los 26 miembros de la subcomisión, pasó como una ráfaga. Entre esos expertos reelegidos, que se dicen independientes, dos orfebres en materia de derechos humanos, la marroquí Halima Ouarzazi, presidenta saliente de ese brillante aerópago, y el cubano Miguel Alfonso Martínez. Antiguos veteranos de la subcomisión, ambos se distinguieron en 1988 corriendo en apoyo del régimen de Saddam Hussein, después de la masacre de Halabja. Todo el mundo tenía todavía en la memoria las imágenes de los cadáveres de cinco mil mujeres, niños y ancianos kurdos, yaciendo en esa localidad fantasma, regada con gas inervante por la aviación y la artillería iraquíes. Pero eso no impidió que el 1 de septiembre, a propuesta de la señora Ouarzazi y con el apoyo del señor Alfonso Martínez, una moción de "no acción" acabará con cualquier veleidad de discusión en la subcomisión sobre una resolución "expresando su gran preocupación ante el empleo, por Irak, de armas químicas prohibidas".
En marzo de 1989, recurriendo al mismo subterfugio, el Irak de Saddam Hussein, que se sentaba en la Comisión, conseguía a su vez sofocar cualquier debate sobre el tema. Tras la hecatombe de la guerra con Irán, cerca de doscientos mil chiítas fueron masacrados después, durante la sublevación de 1991. Antes de ir a tomar posesión de su cargo en Bagdad, Vieira de Mello veía en el caso de Irak "un doble fracaso de la ONU: del Consejo de Seguridad, que no consiguió impedir la intervención, y de la Comisión, que se había demostrado incapaz de debatir, desde hacía veinticinco años, sobre una situación escandalosa". Decididamente, la Comisión tiene poca memoria.
Fue necesario esperar hasta el 15 de abril para sacudir un poco el torpor ambiental, en el momento de las resoluciones sobre los países. Cuba tuvo el honor de abrir el fuego. Exasperada por la aprobación, por escaso margen de 22 votos a favor, 21 en contra y 10 abstenciones, de una resolución deplorando las 75 detenciones de disidentes y periodistas el año anterior, un musculoso funcionario de la misión de La Habana cayó a brazo partido sobre un compatriota exiliado, al que golpeó violentamente en la cabeza. Intervención de la seguridad onusiana, la víctima es conducida al hospital y su agresor sale impune, gracias a su inmunidad diplomática. Bonito ejemplo de la atmósfera que había, el barco ya no está a la deriva, está naufragando.
Ni la más mínima resolución relativa a Irán, lo que sobriamente lamentó Shirin Ebadí, Premio Nobel de la Paz, que descubría espantada los jueguecitos. Zimbabue y Rusia escaparon a cualquier reprimenda, demostrando así la eficacia de las coaliciones de intereses entre gobiernos granujas y dictaduras liberticidas. Si Chechenia salió pareja en pérdidas y beneficios fue también porque entre sus correligionarios - 15 de los 53 miembros de la Comisión están afiliados a la Organización de la Conferencia Islámica- ninguno quiso buscarle las cosquillas a Moscú. Solo los europeos, apoyados por Estados Unidos y Australia, se manifestaron en apoyo de los chechenos.
Como era de esperar, ninguno de los 53 países miembros quiso apadrinar la resolución, que sin embargo era más que moderada, de Estados Unidos criticando a China, más que nada porque el texto mencionaba a Tibet y Sinkiang. Ante una sala repleta, salpicada de funcionarios y empleados chinos ocupando unos asientos en los que no tenían nada que hacer, salvo la claque, tragándose la indignación, el embajador chino esgrimió rápidamente su derecho, reclamando la aplicación de la moción de "no acción", con la excusa de que su "solicitud es conforme a las reglas de procedimiento y va destinada a defender la credibilidad y los principios de la Comisión". Nada menos. Pakistán, Zimbabue, Rusia, Sudán, Congo, Mauritania, Indonesia y Cuba, todos los parangones de democracia volaron en auxilio del representante de la Ciudad prohibida.
Frente a estas groseras maniobras ¿qué peso tienen realmente los mini-éxitos conseguidos, como puñados de arena en los ojos? Ciertamente, la Comisión pidió -¡por unanimidad, por favor!- la liberación de Daw Aung San Suu Kyi, así como la de todos los presos políticos en Birmania. Las reprimendas dirigidas a Corea del Norte y Bielorrusia se acompañaron del nombramiento de relatores especiales encargados de investigar en ambos países, mientras que se condenó a Turkmenistán, por segundo año consecutivo.
La Comisión reclamó también, por 30 votos contra 20 y 5 abstenciones, la abolición definitiva de la pena de muerte; curiosamente, Estados Unidos, Arabia Saudita y los países islámicos, China y Zimbabue, dijeron "no". Por primera vez, se nombró un relator para la lucha antiterrorista. Otra novedad, el relator de educación pidió que no se le renovara el mandato, por falta de medios para llevar a cabo las recomendaciones que hizo al finalizar su misión en China. Y tres expertos independientes pidieron públicamente que se vuelva a juzgar, de acuerdo con las normas internacionales, a un monje tibetano, condenado a muerte en un proceso expeditivo. Otra historia es ver como se traducen sobre el terreno estas resoluciones.
Al finalizar la 60ª sesión anual, la pregunta se hizo obsesiva. ¿La Comisión está en condiciones de promover y proteger los derechos humanos, como prevé expresamente su pliego de condiciones? Muda por una recurrente fuerza de inercia, produciendo año tras año resoluciones por las que nadie se preocupa y cuya aplicación depende de los Estados, que son a la vez jueces y parte, ¿cuáles son todavía su papel y su pertinencia? Un balance, cada año más decepcionante, conduce a las ONG's más comprometidas a preguntárselo. En caso de no recobrarse, y pronto, la Comisión podría muy bien caer en la inanidad.
Jean-Claude Buhrer