Adiós al hombre nuevo

Por no poder emigrar, los jóvenes cubanos se pierden a veces en paraísos artificiales. Lejos de los ideales revolucionarios de antaño.

Por Iván García Por no poder emigrar, los jóvenes cubanos se pierden a veces en paraísos artificiales. Lejos de los ideales revolucionarios de antaño. Manuel Rodríguez, jubilado de 60 años, rumia su mayor fracaso : sus dos hijos. Comunista a la vieja usanza, Rodríguez formó parte de aquella pléyade de jóvenes que creyó que habían tomado el cielo por asalto cuando Fidel Castro entró en La Habana en enero de 1959. La revolución fue la obra de su vida. Por ella dio lo mejor de sí. Estuvo involucrado en todas las ofensivas de Castro. Desde la fracasada zafra azucarera de los diez millones en 1970 hasta la guerra civil en Angola, donde perdió una pierna. Mientras arriesgaba la piel por un ideal, lejos de su casa, sus hijos crecían y no pensaban igual. Los hijos suelen parecerse más a su tiempo que sus padres. Y los vástagos de Manuel Rodríguez así lo confirman. Juan, el mayor, de 32 años, es un negro fornido. Trabaja como estibador en un puerto y vive en una cuartería, patética y desolada, en La Habana Vieja, con su esposa y media docena de hijos. El primogénito del viejo comunista está atrapado por el flagelo de las drogas. "Estoy desesperanzado. Cuando se vive una realidad tan cruda como la nuestra, con dificultades en la vivienda y el transporte, escasez de ropa y de agua potable y con poca comida y dinero, uno mira para los hacia todos los lados. Hacia el horizonte, es decir, para marcharse en una balsa a los Estados Unidos o hacia el suicidio lento por alcoholismo y las drogas", señala Juan con ojos enrojecidos mientras por la abertura de una lata de Coca-Cola inhala una minúscula piedra, mezcla de cocaína y una química agresiva conocida en Cuba como cambolo, una versión del crack norteamericano. Pero vivir en ese mundo de enajenación le cuesta caro a Rodríguez junior. Cada piedra vale dos dólares. Y él consume un promedio de doce diarias. Cuesta 24 dólares al día, 360 al mes. Y él gana un salario de 300 pesos (15 dólares) mensuales. Entonces para poder drogarse, constante y descaradamente, roba en su puesto de trabajo. Roba de todo. Desde arroz donado por Viet Nam hasta leche en polvo canadiense. Y lo vende en el lucrativo mercado negro habanero. Su hermana Yadira, 26 años, también vive alejada de los ideales paternos. Es prostituta en una zona de tolerancia de La Habana, muy cerca del Parque Central. Igualmente abusa del cambolo. "Para mí, ir a la cama con un extraño es como sentarme en una silla eléctrica. Por eso me drogo", dice. Yadira no ve otra manera de buscar dinero abundante para mantener a una niña disléxica de 7 años. Los jóvenes cubanos que abrazan la revolución de Castro merman por día. Según una socióloga, las vicisitudes, la falta de libertades y el sueño de que en otro país se puede vivir mejor han condicionado sus vidas. Un alto porcentaje de los que se tiran al mar o emigran legalmente son jóvenes. . Es joven también la mayoría de los 5.000 cubanos que cada año contraen matrimonios sin amor con extranjeros. Algunos tienen suerte, como Marta Sánchez, escultural mulata de ojos verdes. En el 2001, Marta piensa establecerse en París con su futuro esposo franco-español. Ya ella conoce la Ciudad Luz gracias a su novio. Carmen Suárez, 24 años, no tuvo la misma suerte. Su prometido español resultó un proxeneta. Ahora vive proponiendo su cuerpo en las páginas clasificadas de Madrid. El presidente Fidel Castro, preocupado por las elevadas cifras de jóvenes emigrantes o recluidos en las cárceles, se dio a la tarea de organizar un batallón de 458 jóvenes, cuyo objetivo es realizar trabajo social y profiláctico con los descarriados en las calles. Todavía los jóvenes no son demasiado dependientes de las drogas y la violencia no es tan alarmante como en otros países de América Latina. Pero van por ese camino. Entre tanto, el viejo revolucionario Manuel Rodríguez sigue creyendo que es posible formar un hombre nuevo. Aunque él no pudo.
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Updated on 20.01.2016